LÁGRIMAS EN LA NIEVE
—¿Qué es la verdad? —silencio—. ¿Acaso la mueca de un mandato o el
gesto frío de su ejecución? ¿El deber, un ajuste de cuentas, una traición? —muchas
veces se hizo la misma pregunta, cual Pilatos condenado a repetir
incesantemente aquel instante, y su respuesta siempre fue el silencio.
Una nebulosa planeaba sobre su mente alcoholizada, incapaz de
olvidar los fantasmas que lo acosaban, una y otra vez, desde aquella noche
impía en que sucumbió a la deshumanización.
—La verdad se me escapa y sigo sin entender por qué pasó.
Observó a su alrededor. La misma gente indiferente, los mismos
gestos; todo estaba igual que siempre: unos pocos extraños cuyas caras
empezaban a resultarle familiares; otra botella medio vacía que le llamaba,
invitándole a apurarla; y él, siempre él, olvidando todo menos cuanto le
atormentaba.
El joven hijo del tabernero pasó a su lado cuando limpiaba las
mesas que habían quedado vacías y el viejo intentó asirle del brazo, mas no lo
consiguió. Sin embargo el muchacho se volvió para encontrar la razón de su
tosco llamamiento:
—¡Eh! ¡Chico! —le dijo—. ¿Qué día es hoy?
El mozo le miró sorprendido y enseguida supo que la botella le
había vuelto a vencer.
—Coronel, hoy es jueves, dos de agosto de 1696, por si tampoco
recuerda la fecha —le respondió con sorna—; sigue en Brujas, en cuerpo presente
y en alma ausente, aunque su alma no sé dónde se la habrá dejado; está sentado
a una mesa de la taberna de mi padre, frente a otra botella de whisky, y esta
tarde puede acabar muy mal si no para ya de beber.
El viejo hizo ademán de responder a las palabras del chico, pero
no tuvo la lucidez ni la fuerza para hacerlo. Cuando levantó la vista para
hablar, ya no estaba.
Apuró el último trago y cerró los ojos mientras su cuerpo perdía
gravidez. Sintió que flotaba en la luz de los candiles de la vieja taberna y
por fin experimentó algo de paz, un instante de ansiada paz en cuatro años de
maldición. Lentamente, reclinó la cabeza hacia delante para apoyar la sien en
la madera carcomida de la mesa. Entre respiraciones cada vez más profundas
acertó a pronunciar otra vez:
—¿Qué es la verdad? —y perdió el sentido.
—¡Ya está otra vez! —exclamó el tabernero señalando con desprecio
el tronco inerte que se tambaleaba sobre la mesa del fondo, y sus cuatro
acompañantes se levantaron para asir al borracho antes de que resbalara y diera
con sus huesos en el suelo empedrado—. Sacadlo y tiradle un cubo, a ver si la
espabila —ordenó el dueño del local, que concluyó molesto entre dientes—: ¡No
aprenderá el maldito escocés!
Una vez fuera de la taberna, le tiraron el contenido del
escupidero. Apenas notó la mezcla de agua y demás fluidos inmundos cuando
golpearon contra su rostro insensibilizado.
—¡Vamos, viejo indecente! —gritó uno de sus captores, que le movía
la cabeza de un lado a otro, intentando que reaccionara.
—Deberíamos tirarlo al canal. Ya veríais como resucitaba el asno
—sentenció el más corpulento que, por soportar la mayor parte de la carga,
estaba más molesto.
—Se ahogaría —afirmó el más
avispado, que cargaba menos peso—. No podría reaccionar a tiempo y nos podrían
acusar de asesinato. Dejémoslo allá, junto al pilote de piedra —dijo señalando
hacia el borde del canal y concluyó—, así no caerá y tampoco le arrollarán. Que
se ocupen de él sus soldados, y que Dios decida su destino, aunque dudo que
alguien quiera a este perdido.
Entre los cuatro cruzaron la calle con el cuerpo del borracho a
remolque en dirección al canal, enclavado justo en frente de la entrada de la
vieja taberna; al llegar cerca del borde lo tumbaron junto al pilote que habían
visto, de forma que no pudiera caer al agua si se daba la vuelta por estar la
piedra entre el cuerpo y el canal. Después, volvieron a la taberna entre
carcajadas.
Allí permaneció Robert Campbell, en el suelo empedrado y húmedo,
tumbado durante un tiempo indeterminado que bien pudieron ser minutos u horas y
durante ese período nadie le socorrió, pues todos conocían sus andanzas con la
botella.
Al anochecer, comenzó a recuperar la consciencia gradualmente y
con ella volvieron los recuerdos de aquellas malditas dos semanas, de la
inocencia derramada sobre la nieve, cuando se ganó un puesto en el infierno.
Maldijo su vida, un gran desperdicio para él, para su clan, para su familia y
se preguntó otra vez:
—Pero ¿Por qué yo? ¿Qué fue verdad? —y los recuerdos le
ensombrecieron de nuevo—. Glencoe…
Conseguiste meterme en situación. Parece que estuviera allí viviendo la situación
ResponderEliminarMuy amable. Deseo que te guste el libro tanto como el comienzo... Gracias por compartir tu opinión. Saludos cordiales.
EliminarBuenísimo Jesús!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Vanesa. Bienvenida a este humilde rincón de las palabras. Besos
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