Visitas

jueves, 1 de agosto de 2013

INTRODUCCIÓN AL MONJE DE HIERRO.



LÁGRIMAS EN LA NIEVE

—¿Qué es la verdad? —silencio—. ¿Acaso la mueca de un mandato o el gesto frío de su ejecución? ¿El deber, un ajuste de cuentas, una traición? ­—muchas veces se hizo la misma pregunta, cual Pilatos condenado a repetir incesantemente aquel instante, y su respuesta siempre fue el silencio.
Una nebulosa planeaba sobre su mente alcoholizada, incapaz de olvidar los fantasmas que lo acosaban, una y otra vez, desde aquella noche impía en que sucumbió a la deshumanización.
—La verdad se me escapa y sigo sin entender por qué pasó.
Observó a su alrededor. La misma gente indiferente, los mismos gestos; todo estaba igual que siempre: unos pocos extraños cuyas caras empezaban a resultarle familiares; otra botella medio vacía que le llamaba, invitándole a apurarla; y él, siempre él, olvidando todo menos cuanto le atormentaba.
El joven hijo del tabernero pasó a su lado cuando limpiaba las mesas que habían quedado vacías y el viejo intentó asirle del brazo, mas no lo consiguió. Sin embargo el muchacho se volvió para encontrar la razón de su tosco llamamiento:
—¡Eh! ¡Chico! —le dijo—. ¿Qué día es hoy?
El mozo le miró sorprendido y enseguida supo que la botella le había vuelto a vencer.
—Coronel, hoy es jueves, dos de agosto de 1696, por si tampoco recuerda la fecha —le respondió con sorna—; sigue en Brujas, en cuerpo presente y en alma ausente, aunque su alma no sé dónde se la habrá dejado; está sentado a una mesa de la taberna de mi padre, frente a otra botella de whisky, y esta tarde puede acabar muy mal si no para ya de beber.
El viejo hizo ademán de responder a las palabras del chico, pero no tuvo la lucidez ni la fuerza para hacerlo. Cuando levantó la vista para hablar, ya no estaba.
Apuró el último trago y cerró los ojos mientras su cuerpo perdía gravidez. Sintió que flotaba en la luz de los candiles de la vieja taberna y por fin experimentó algo de paz, un instante de ansiada paz en cuatro años de maldición. Lentamente, reclinó la cabeza hacia delante para apoyar la sien en la madera carcomida de la mesa. Entre respiraciones cada vez más profundas acertó a pronunciar otra vez:
—¿Qué es la verdad? —y perdió el sentido.
—¡Ya está otra vez! —exclamó el tabernero señalando con desprecio el tronco inerte que se tambaleaba sobre la mesa del fondo, y sus cuatro acompañantes se levantaron para asir al borracho antes de que resbalara y diera con sus huesos en el suelo empedrado—. Sacadlo y tiradle un cubo, a ver si la espabila —ordenó el dueño del local, que concluyó molesto entre dientes—: ¡No aprenderá el maldito escocés!
Una vez fuera de la taberna, le tiraron el contenido del escupidero. Apenas notó la mezcla de agua y demás fluidos inmundos cuando golpearon contra su rostro insensibilizado.
—¡Vamos, viejo indecente! —gritó uno de sus captores, que le movía la cabeza de un lado a otro, intentando que reaccionara.
—Deberíamos tirarlo al canal. Ya veríais como resucitaba el asno —sentenció el más corpulento que, por soportar la mayor parte de la carga, estaba más molesto.
 —Se ahogaría —afirmó el más avispado, que cargaba menos peso—. No podría reaccionar a tiempo y nos podrían acusar de asesinato. Dejémoslo allá, junto al pilote de piedra —dijo señalando hacia el borde del canal y concluyó—, así no caerá y tampoco le arrollarán. Que se ocupen de él sus soldados, y que Dios decida su destino, aunque dudo que alguien quiera a este perdido.
Entre los cuatro cruzaron la calle con el cuerpo del borracho a remolque en dirección al canal, enclavado justo en frente de la entrada de la vieja taberna; al llegar cerca del borde lo tumbaron junto al pilote que habían visto, de forma que no pudiera caer al agua si se daba la vuelta por estar la piedra entre el cuerpo y el canal. Después, volvieron a la taberna entre carcajadas.
Allí permaneció Robert Campbell, en el suelo empedrado y húmedo, tumbado durante un tiempo indeterminado que bien pudieron ser minutos u horas y durante ese período nadie le socorrió, pues todos conocían sus andanzas con la botella.
Al anochecer, comenzó a recuperar la consciencia gradualmente y con ella volvieron los recuerdos de aquellas malditas dos semanas, de la inocencia derramada sobre la nieve, cuando se ganó un puesto en el infierno. Maldijo su vida, un gran desperdicio para él, para su clan, para su familia y se preguntó otra vez:
—Pero ¿Por qué yo? ¿Qué fue verdad? —y los recuerdos le ensombrecieron de nuevo—. Glencoe…

4 comentarios:

  1. Conseguiste meterme en situación. Parece que estuviera allí viviendo la situación

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy amable. Deseo que te guste el libro tanto como el comienzo... Gracias por compartir tu opinión. Saludos cordiales.

      Eliminar
  2. Respuestas
    1. Muchas gracias, Vanesa. Bienvenida a este humilde rincón de las palabras. Besos

      Eliminar