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viernes, 30 de enero de 2015

Paseando por las tierras de Morfeo

Ya era tarde y Zoe había perdido el último autobús, así que decidió caminar hasta casa.
Había trabajado mucho aquel día porque su jefe estaba de vacaciones y muchos clientes deseaban cerrar sus tratos para sus respectivas representaciones en sus juicios. No se podía postergar todo ese papeleo, ya se sabe, ave que vuela... 
Zoe era una experimentada abogada con siete años de exitosa carrera ganando casos, también perdió alguno, naturalmente, pero si algo llevaba mal de su trabajo era el papeleo. Era una camicace del estrado, la reina de la elocuencia, pero el trabajo de oficina le producía dolor de cabeza. Por eso, y no por otra causa, no le importó recorrer las tres millas que separaban la oficina de su casa.
Respiró el aire fresco de la noche y nada de lo sucedido importó ya. Sólo tenía pensamientos para el camino que debía recorrer en la noche sin más luz que la tenue iluminación de las farolas de la vieja ciudad, sentir el vaho que expelía su boca al soltar el aire, y sus pies:
-El próxima día, debería meter unas zapatillas de deporte en una mochila y así no tendría que caminar con estos tacones tan altos -se dijo así misma mientras caminaba, pero esa noche ya no podía remediar el problema y trató de pensar en algo más agradable.
Entonces, un hombre de larga barba sucia y descuidada con aspecto enfermizo y muy chupado por la falta de alimentación apareció de la nada y le dijo, mientras levantaba un cuchillo:
-¡La bolsa o la vida!
Por un instante el mundo se paró.
El pánico la consumió en segundos eternos pero, después, pudo recuperar la calma, respiró profundamente antes de dar el paso siguiente, y empezó a hablar:
-No tengo claro que decir, señor, porque si digo bolsa, usted me puede matar interpretando que prefiero mi bolsa en vez de vivir, pero si digo vida, también me puede matar porque puede usted interpretar que prefiero que se lleve mi vida, de modo que tengo miedo a decir algo que me puede perjudicar. Sería mejor que me especificase de forma precisa lo que tengo que decir o hacer.
El ratero la observó absolutamente estupefacto ante el razonamiento tan extraño que la víctima del robo acababa de realizar y, después de pensar unos instantes que a Zoe le resultaron interminables, dijo al fin con gran desolación:
-¡Mierda! Nadie me entiende. Por eso me dejó mi mujer ¡Maldición! Esa maldita embaucadora a la que aún amo se fugó con el cartero y no puedo dejar de echarla de menos.
Entonces, Zoe observó la cara del atracador más detenidamente pero... El despertador sonó.
Seguía en la cama tratando de desperezarse al tiempo que trataba de comprender el extraño sueño que acababa de tener. Miró a su lado, donde su marido aún retozaba como un oso terminando su hibernación y, al darse la vuelta, pudo ver su rostro sonriente mientras abría los ojos y decía:
-Buenos días, Zoe -y el atracador de su sueño la besó con dulzura en los labios.
Ella sintió la culpa de sus actos, y le respondió con timidez, con pena.
-Buenos días.
Fue entonces cuando decidió poner fin a su relación con el cartero, antes de que llegara a más, y tratar de encontrar la verdadera razón por la que no comprendía últimamente a su esposo ¿Era él o la necesidad de romper con la rutina? Siempre le había amado y ahora, ahora le parecía que sólo vivía, pero cuando parecía que todo se iba a terminar sintió un fuerte dolor en el pecho ante la idea de echar a perder su relación. Dejar a quien siempre pensó que sería el hombre de su vida...
Sí, la maldita rutina la había llevado a un callejón del que no sabía salir y su mente la había avisado de que sus actos no sólo tendrían consecuencias para ella. 
-Carl, tengo que hablar contigo -y el dialogo comenzó.

domingo, 18 de enero de 2015

Piloto

Los recuerdos de mi vida son claros, como el agua limpia de un manantial que permite escudriñar en su lecho los más insignificantes guijarros o cantos rodados y, sin embargo, a penas tengo memoria sobre aquella tormenta.
Recuerdo el golpeteo de las olas en el casco, la oscuridad de la noche y una sombra espectral revelada al trasluz de los relámpagos, la figura del navío que nos perseguía desde que dejamos tierra firme con el cargamento, millas atrás, y por momentos se abalanzaba sobre nosotros, tan sólo esperando al final de la tormenta para abordarnos.
—Corramos el temporal —escuché gritar al capitán—, señor Orwell. Siga el curso del viento y tratemos de poner distancia de por medio.
Pero aquella fragata de bandera negra no estaba dispuesta a perder la preciada carga humana que portaba nuestra balandra para venderla en Cartagena de Indias, la esclavitud es un negocio demasiado fructífero.
Yo llevaba ya dos días con el estomago del revés cuando sucedió aquello. Por eso no recuerdo gran cosa, pues la enfermedad del mar provoca fiebres, nauseas y todo tipo de efectos secundarios que no quisiera describir a gentes refinadas. Sí recuerdo, sin embargo, que durante el trayecto nos vimos obligados a tirar algunos caballos al mar por miedo a hundirnos. Lo habitual hubiera sido tirar a los negros más débiles, pero su valor era demasiado alto en el mercado como para prescindir de ellos y aquellos caballos no eran más que percherones. Pero ya no importa mucho. Escuché un fuerte chasquido, como si el barco se estuviera partiendo por la mitad y algo debió golpearme porque ya no sentí nada más.
Y la vida que conocía desapareció cuando recuperé el sentido en la arena. Era el 2 de agosto de 1730. Estaba encadenada y rodeada por los negros que mi esposo había comprado diez días atrás. Asustada, dolorida, desconcertada.
-¿Qué ha pasado? –me pregunté, pero nadie allí hablaba mi lengua. Busqué a John con la mirada, más no lo hallé. Sólo los restos de una ballena a unos cuantos metros, también lo que quedaba de la balandra, la Estrella del Rey, y algunos tripulantes flotando boca abajo sin hacer ademán de levantarse cuando las olas los golpeaban con violencia. Sin tiempo para caer en la cuenta de la delicada situación en la que estaba sólo pude pensar que le daría un bofetón a mi marido por haberme metido en aquel embrollo. No pensé que hubiera muerto. Que todos estuvieran muertos y que, en realidad, yo era la única superviviente. Yo, y la carga que ahora me esclavizaba. Me pregunté si no sería mejor que los piratas nos hubieran capturado.
Ni siquiera sabía dónde estaba. Bueno, sí. En algún lugar de África austral donde no había de pasarme nada bueno.
TO BE CONTINUED

jueves, 15 de enero de 2015

Fallo en Matrix

Hoy he vuelto a pasar por delante de la puerta del Alimerka en la que se apuesta un sudamericano para pedir limosna.
He visto frente a esa puerta gente pidiendo para el viaje de vuelta a su país, gente bien vestida que se tapa la cara para pedir, alguna que otra mujer. Pero desde hace varias semanas, quizá meses, no lo recuerdo bien, está ahí este chaval.
Cada día que paso por allí me dice: Buenos días, señor, y me clava una daga con su educación.
Al principio se sentaba en el suelo, el suelo frio de León en el que se ha pasado todas las Navidades pidiendo por las mañanas. Hace unos días observé que ahora ya se llevaba una banqueta. Incluso hoy ya directamente estaba en la puerta de salida del supermercado, resguardado en la esquina de la entrada de los tres grados bajo cero que marcaba mi móvil cuando salí.
Últimamente me pregunto, si le doy dinero durante cuanto tiempo podría hacerlo, o si a todo el barrio le está sucediendo como a mí, que a veces me dan ganas de decirle, ven, te invito a un te caliente, por ejemplo, aunque el problema es que mañana va a seguir allí y me miraría esperando que en cualquier momento lo vuelva a hacer. Sin embargo me inspira compasión y ha despertado en mi la necesidad de escribir algo más comprometido con la humanidad. Es duro ver a alguien pidiendo, pero ver a la misma persona dia tras dia y saber que no es un colgaillo que te pide una libra pa liarse un canuto, y no hacer nada... Personalmente me trastoca, me hace pensar y me aliena. Quizá por eso será el protagonista de algún relato que aún se está dibujando en mi mente... Quizá la publique en internet y vaya con él a pachas con los cuatro duros que saque, ejem, no lo veo. Lo más realista sería sacarle una foto de cuando en cuando y pagarle por posar para mi. Al menos así los dos tendríamos algo que sacar de este fallo en matrix. Mañana seguiré al conejo...