Al hilo de una historia que he vivido en primera persona he decidido hacer este inciso. Espero que os resulte refrescante y que os divierta tanto leerlo como a mí escribirlo...
No has salido de España y ya te ha quedado
claro que tienes que tomar algunas precauciones en un viaje a África: no usar
hielos porque no sabes de dónde habrán salido, no acariciar animales que puedan
llevarse tu mano de recuerdo, no bañarte
en sitios donde puedas llevarte puestas unas cuantas sanguijuelas o bichos que
se te metan por el sitio que más quieres... Pero, antes de salir, sabes que debes
vacunarte.
Primero, tienes que ir al Centro de Vacunación
Internacional, así que, como eres español y lo dejas todo para última hora,
llamas para pedir cita un mes antes de viajar, y claro, te dan para veinticinco
días después, es decir, cinco días antes de que te vayas. Has tenido suerte
porque podrían haberte dado cita a la vuelta y ponerte las vacunas con carácter
retroactivo, si es eso posible, en la administración autonómica, nunca se
sabe.
El caso es que has podido ir y sólo te han puesto una banderilla en cada brazo. La enfermera te ha dicho que pueden producir fiebre si te dan reacción, así que tendrás que rezar para que no te hagan efecto las dos vacunas a la vez, porque si son acumulativas puedes llegar a tener una fiebre de 43º o así. Pero hay que ser positivos, vas a tener suerte y ahora sólo te queda ir al médico de cabecera para que te recete las dichosas pastillas de malarone, que son las que te tienes que tomar para evitar que los mosquitos te transmitan el paludismo, la malaria, o como se llame.
El caso es que has podido ir y sólo te han puesto una banderilla en cada brazo. La enfermera te ha dicho que pueden producir fiebre si te dan reacción, así que tendrás que rezar para que no te hagan efecto las dos vacunas a la vez, porque si son acumulativas puedes llegar a tener una fiebre de 43º o así. Pero hay que ser positivos, vas a tener suerte y ahora sólo te queda ir al médico de cabecera para que te recete las dichosas pastillas de malarone, que son las que te tienes que tomar para evitar que los mosquitos te transmitan el paludismo, la malaria, o como se llame.
Al parecer no hay ningún tipo de vacuna
inventada para esta enfermedad. Supongo que será porque está en el tercer mundo
y nadie del primero se lo ha tomado tan en serio como otras enfermedades, o
porque ya vacunaron a los mosquitos europeos para que no la transmitieran, así
que sólo han encontrado un remedio temporal para pasar las vacaciones, o quizá
no es tan sencillo y se trata de una bacteria muy cabrona que muta constantemente
porque se originó en algún planeta de la galaxia Andrómeda, pero no lo piensas
mucho. Lo que importa es que te dan cita para un día antes de marcharte a
África, y te tienes que tomar la primera pastilla ya, porque así funciona: se
toma desde un día antes de irte hasta una semana después de volver. Como te vas
diecinueve días, si contamos los otros ocho que conlleva el tratamiento, son
veintisiete pastillitas de malarone que tienes que tomarte y que, para el que
no lo sepa, suelen producir diarreas y dolores varios, lo que te hace pensar
que los investigadores que lo fabricaron nunca han ido a África.
Digamos que hasta ahí bien. El médico te
lo receta y te vas a la farmacia con la esperanza de dejar el tema resuelto en
media hora, porque luego tienes que volver corriendo a la tienda, que ha
llegado el nuevo cargamento de camisetas transpirables fosforito que se ha
puesto de moda entre el colectivo de gays y lesbianas, además de algún
despistado daltónico que sólo quiere una camiseta y le da igual que sea de
color verde y magenta porque lo ve todo rojo.
Y entonces llega la triste realidad.
Esperas cinco minutos a que la señora que está delante tuyo acabe de explicarle
al farmacéutico que su familia tiene un amplio historial de juanetes y que
siempre se habían curado con remedios de la abuela, que vete tú a saber de
quien será la abuela, porque la tuya nunca te enseñó esas cosas.
—El siguiente —dice al fin el buen señor
con una sonrisa condescendiente dibujada en el rostro.
—Por fin —te dices a tí mismo desde lo más hondo.
—Por fin —te dices a tí mismo desde lo más hondo.
Te acercas dos metros para darle las
hojitas de las recetas del malarone mientras explicas sin saber muy bien
porqué:
—Necesito tres cajas, que me voy a África
de vacaciones a un safari con mis amigos.
Te mira, mira las recetas, te vuelve a mirar, se va al almacén, vuelve con una cajita, le pone la etiqueta de una de las tres hojas, porque esa es otra, en vez de poner las tres recetas en la misma hoja, hay que gastar tres, porque son tres cajitas, aunque sea de lo mismo, da igual, eso no importa, tiene que ser una hoja por caja y tú tienes tres. Al fin te pregunta compungido el señor ese de blanco:
Te mira, mira las recetas, te vuelve a mirar, se va al almacén, vuelve con una cajita, le pone la etiqueta de una de las tres hojas, porque esa es otra, en vez de poner las tres recetas en la misma hoja, hay que gastar tres, porque son tres cajitas, aunque sea de lo mismo, da igual, eso no importa, tiene que ser una hoja por caja y tú tienes tres. Al fin te pregunta compungido el señor ese de blanco:
—¿Tres?
—Sí, son tres. Una por hojita.
El farmacéutico mira bien las recetas y
llega a la conclusión de que ya no tiene que volver a buscar las otras dos
diciendo:
—Ah, no puedo darte las otras dos. Esta
son 4,20 €.
—Pero ¿Cómo que no puede? —le preguntas
sorprendido.
—Pues resulta que vienen en fechas
diferentes las tres recetas, porque el sistema, que es muy listo —lo dice
convencido—, da por hecho que no te puedes tomar tres cajas de malarone a la
vez y, entonces, hay fechas consecutivas; es decir, que como tienes que tomarte
una pastilla al día y cada caja lleva doce, el sistema ha puesto la fecha de la
segunda caja dentro de doce días y la tercera dentro de veinticuatro, y como
para dentro de doce días yo estaré de vacaciones, el sistema no me deja meter
el código, así que no te la puedo vender.
Tú, con tu raciocinio de andar por casa,
vamos, ese que te dice que mañana te vas a África, que pasas de chorradas y que
quieres las pastillas para ya, le dices:
—Pero vamos a ver, si yo no las quiero
comprar dentro de doce días, las quiero hoy, porque en doce días puedo estar
sacando fotos o corriendo delante de un león; quiero comprarlas ahora, las tres
juntas, porque mañana me voy ¿Qué problema hay?
—Pues que al estar de vacaciones durante
las fechas de esas recetas no voy a tener la farmacia abierta y por lo tanto no
puedo vendértelas. Si yo te las vendería... Pero el ordenador no me deja y...
Y tú, que eres comercial de toda la vida,
que eres capaz de venderle a un sordo los grandes éxitos del Fari para que
sienta las vibraciones del mueble bar cuando lo pone a todo volumen, sabes
que la mayor parte de tu dinero va en lo que vendes y que no hay que dejar
escapar a un cliente que viene a comprar, así que te preguntas si esa persona es
tonta o si el tonto es el lumbrera que hizo el programa informático de la
seguridad social y los servicios sanitarios públicos españoles, pero como es
una tontería mayor discutir por éso, pagas la primera cajita y te vas a otra
farmacia que queda a la misma distancia de tu casa que la otra, pero que te
aleja del trabajo.
Caminas hacía la segunda farmacia sin comprender lo que ha sucedido,
sería mejor olvidarlo, si puedes... Ya se lo explicarás a tu jefe, si puedes.
En fín, que llegas a la farmacia.
Entras mirando el reloj porque has dejado
solo en la tienda a tu jefe y tiene que ir a recoger a su hija de las clases de
sumo y empiezas a ir mal de tiempo, así que tragas saliva cuando ves que hay
siete antes que tú. Por fortuna, no son igual de pesados que la señora de los
juanetes de la primera farmacia, así que pasados unos minutos llega tu turno y
pides:
—Dos cajas de malarone, por favor.
Y una farmacéutica salerosa se va con las
recetas al almacén, pero sólo vuelve con una cajita y te dice:
—Sólo te puedo dar la que pone aquí número
tres, porque la número dos está en una fecha en que estaré de vacaciones y es
que hoy es mi último día —y le echas una mirada furtiva, no al escote, no, sino
de esas asesinas que sacan rayos por los ojos y fulminan, de mentiras eso sí,
aunque duelen, pero como eres buena gente, acabas por utilizar tus armas de
comercial para ganarte su favor diciendo:
—Por favor, por favor, por favor, que
necesito la cajita de malarone, por favor, jope, si además a mi me da igual el
orden de las cajas y lo que sea, si luego me van a sobrar pastillas, que son
treinta y seis y sólo necesito veintisiete.
Y la chica te sonríe y dice:
—Lo siento, majo, pero como viene esa
fecha yo no puedo venderla porque en el sistema… —y automáticamente
desconectas, porque te das cuenta de lo estúpido que resulta depender de un
ordenador que se supone que está para ayudar, no para enrevesar situaciones
sencillas, y que todo se resolvería si al maldito primo del ministro que hizo
el sistema informático de los cojones se le hubiera ocurrido poner algo tan
simple como un apartado que ponga: fecha de venta, para que a los farmacéuticos
de toda España no se les fundan los plomos mirando la pantallita dichosa
haciendo perder el tiempo a un pobre turista que se quiere ir a África y que
está acostumbrado a hacerlo todo deprisa y corriendo como todo dominguero que
se precie, ejem.
El caso es que te sales de la farmacia con
la segunda cajita y te planteas un instante:
—¿Me voy a trabajar o corro hasta la
tercera farmacia, la que está algo más lejos? —optas por cerrar el tema lo
antes posible y sales corriendo como el rayo, hasta el punto de cruzar un paso
de cebra tan rápido que un coche casi te atropella porque no te ha visto venir,
pero te da todo igual, porque si los chinos cruzan en bici a toda leche y nunca
les atropellan, no vas a tener tú peor suerte. Así que sigues corriento
mientras levantas una mano para pedir perdón y escuchas de fondo al señor del
coche, que tiene el corazón en un puño todavía del susto que se ha llevado,
gritando:
—¡Gilipollas! ¡Insensato! ¡Serás
desgraciado!
Y cuando llegas a la tercera farmacia,
está cerrada por vacaciones. Te parás un instante a respirar porque no puedes
con la vida y dices para tus adentros:
—Si lo sé, no vengo.
Pero llegados a ese punto, ya sólo puedes
seguir corriendo hacia una cuarta farmacia, la que queda a tomar por culo del
trabajo, porque sabes que no puedes dejar que las máquinas ganen, que has visto Terminator y sabes como acaba; quieres tu
malarone y lo quieres ya, porque mañana estarás en África y debes empezar el
tratamiento, aunque sabes que tienes ya veinticuatro pastillas para tomar y las
tres que te faltan para completar el tratamiento las puedes comprar a la
vuelta, pero ya te has encabronado y sólo te preocupa empezar por la caja que
te falta por comprar.
Corres y corres, como si te fuera la vida
en ello, eres el Usain Bolt de Camisetas Cornejo S.L. y al fin llegas a la
cuarta farmacia.
Entras, no hay clientes, estás sudando y
con la respiración entrecortada por el esfuerzo, así que descansas unos
segundos. Te acercas al mostrador donde se encuentra una chica joven, algo
intimidada por tus jadeos, aunque con ganas de hablar con alguien después de
una mañana aburrida y le preguntas:
—¿Cuándo has pedido las vacaciones?
Y la chica te mira, sorprendida, como si
acabara de ver a un extraterrestre. Acto seguido, mira la cámara de seguridad a
ver si encuentra algo que le indique que se trata de una broma de la televisión
y al fin responde:
—¿Cómo? ¿Nos conocemos?
—Disculpa, es una historia difícil de
explicar, quiero una cajita de malarone, por favor, y no me digas que no puedes
vendérmelo porque ese día estás de vacaciones, que me da algo.
La farmacéutica, que no es la dueña, sólo
trabaja allí, sabe lo ridículo que resulta el sistema, pero como va a cobrar a
final de mes y tiene que defender lo que le da de comer, aunque no esté de
acuerdo, vamos, igual que los políticos españoles cuando ejercen la disciplina
de voto de su partido, simplemente hace lo de siempre, que es mirar la receta
que te dio el médico.
—Iré a ver si me queda algo en la
trastienda —te dice—, porque ayer ya vinieron dos a por lo mismo y no sé si me
queda.
Entonces, sólo puedes rezar para que le
quede una maldita cajita de malarone, porque como no tenga una vas a hacer una
locura: vas a atracar la primera farmacia que encuentres de camino al trabajo
para llevarte las pastillas y unos parches de nicotina.
La chica sale de la trastienda con una cajita en la mano. Respiras.
La chica sale de la trastienda con una cajita en la mano. Respiras.
—Has tenido suerte —dice—, era la última
—y no sabes si darle un beso en los morros o echarte a llorar de la emoción.
Pagas, abres la caja, sacas una pastilla y
te la tomas ante la mirada estupefacta de la joven mientras dices con rabia:
—Sí, el hombre ha podido contra la máquina
—y te vas corriendo victorioso al trabajo.
La chica queda en silencio, aturdida por
lo que acaba de ver y cuando reacciona llama a su novio, que casualmente
trabaja en la primera farmacia que visitaste y le dice:
—Carlos Miguel, no sabes lo que me acaba
de suceder, o sea, desde luego, hay gente loquísima…
EPÍLOGO:
El esfuerzo que hiciste fue tal que tu respiración seguía entrecortada y
el corazón latía con fuerza. Como tomaste la pastilla sin agua, se pegó
a tu garganta, impidiendo que pudieras respirar correctamente, lo que
provocó el
ahogamiento que llevó al colpaso. Nada
se pudo hacer por tu vida.
Por otro lado, eso te salvó del despido, porque tu jefe ya estaba dispuesto a echarte, y
más después de que su mujer le llamara para ponerle a parir por no ir a buscar
a la niña después de las clases de sumo. De esa discusión nació nueve meses después
un bello divorcio que tuvo por padrinos a sus abogados.
Tú saliste quince años más tarde en la nueva versión de Mil Maneras de Morir. El título del episodio fue: muerte por receta médica.
Tú saliste quince años más tarde en la nueva versión de Mil Maneras de Morir. El título del episodio fue: muerte por receta médica.
Los sistemas informáticos siguieron
funcionando fatal, porque como ni siquiera saliste en los periódicos y
nunca nadie supo
que tu muerte fue culpa del primo del ministro, aunque si alguien lo hubiera sabido
habría dado igual porque se habría tapado, para seguir fielmente la
tradición de que en España nunca
pasa nada, todo siguió funcionando igual de mal. Eso sí, a los seis
meses el Gobierno se
gastó seis millones de euros para hacer otro programa que mejorara el
anterior, con el dinero de los contribuyentes, por supuesto, entre los
que no se encontraba el primo del
ministro y la gente de su entorno, que tenían sus cuentas en Suiza. El
nuevo sistema tampoco fue mucho
mejor, porque lo hizo el cuñado del ministro del nuevo partido que
estaba en el
poder, y el dinero que costó contribuyó a una nueva recesión, de la que
culparon a otros cuando el partido que gobernaba estuvo otra vez en la
oposición.
Y, como dirían los hermanos Coen: ¿De ésto
qué hemos aprendido? Yo no sé, yo no se... En fin, que así está España.
Jajaja increíble ...me he reído un montón...
ResponderEliminarMuchas gracias, Silvia. Me alegro de que lo hayas pasado bien leyéndome.
EliminarNo se si el libro sera tan divertido pero.... si asi fuera, describiria otra nueva foma de morir.... de risa!!! Adelante que nos hacen falta mas ratos asi!
ResponderEliminarGracias por tus palabras. Me alegra saber que conseguí mi objetivo de haceros pasar un buen rato. Un abrazote.
EliminarMuy bueno!!! ja,ja,ja
ResponderEliminarGracias Isa. Saludos
EliminarJajajaja!!! Muy bueno!!! Es una nueva version de historias para no dormir, pero no sabes si de miedo pensando en todas las veces que nos hemos tomado una pastilla sin agua creyendo que la saliva sera suficiente (y justo en ese momento dejas de producirla y la pastillita en cuestion, del tamaño de un corcho de una botella de champan, baja por tu esofago raspando, atascandose y provocando un ardor terrible), o de risa por lo tonto de una situacion tan real. Un besazo. ;p
ResponderEliminarSólo pensarlo ya me duele. Y todo por culpa del primo del ministro.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.