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domingo, 18 de enero de 2015

Piloto

Los recuerdos de mi vida son claros, como el agua limpia de un manantial que permite escudriñar en su lecho los más insignificantes guijarros o cantos rodados y, sin embargo, a penas tengo memoria sobre aquella tormenta.
Recuerdo el golpeteo de las olas en el casco, la oscuridad de la noche y una sombra espectral revelada al trasluz de los relámpagos, la figura del navío que nos perseguía desde que dejamos tierra firme con el cargamento, millas atrás, y por momentos se abalanzaba sobre nosotros, tan sólo esperando al final de la tormenta para abordarnos.
—Corramos el temporal —escuché gritar al capitán—, señor Orwell. Siga el curso del viento y tratemos de poner distancia de por medio.
Pero aquella fragata de bandera negra no estaba dispuesta a perder la preciada carga humana que portaba nuestra balandra para venderla en Cartagena de Indias, la esclavitud es un negocio demasiado fructífero.
Yo llevaba ya dos días con el estomago del revés cuando sucedió aquello. Por eso no recuerdo gran cosa, pues la enfermedad del mar provoca fiebres, nauseas y todo tipo de efectos secundarios que no quisiera describir a gentes refinadas. Sí recuerdo, sin embargo, que durante el trayecto nos vimos obligados a tirar algunos caballos al mar por miedo a hundirnos. Lo habitual hubiera sido tirar a los negros más débiles, pero su valor era demasiado alto en el mercado como para prescindir de ellos y aquellos caballos no eran más que percherones. Pero ya no importa mucho. Escuché un fuerte chasquido, como si el barco se estuviera partiendo por la mitad y algo debió golpearme porque ya no sentí nada más.
Y la vida que conocía desapareció cuando recuperé el sentido en la arena. Era el 2 de agosto de 1730. Estaba encadenada y rodeada por los negros que mi esposo había comprado diez días atrás. Asustada, dolorida, desconcertada.
-¿Qué ha pasado? –me pregunté, pero nadie allí hablaba mi lengua. Busqué a John con la mirada, más no lo hallé. Sólo los restos de una ballena a unos cuantos metros, también lo que quedaba de la balandra, la Estrella del Rey, y algunos tripulantes flotando boca abajo sin hacer ademán de levantarse cuando las olas los golpeaban con violencia. Sin tiempo para caer en la cuenta de la delicada situación en la que estaba sólo pude pensar que le daría un bofetón a mi marido por haberme metido en aquel embrollo. No pensé que hubiera muerto. Que todos estuvieran muertos y que, en realidad, yo era la única superviviente. Yo, y la carga que ahora me esclavizaba. Me pregunté si no sería mejor que los piratas nos hubieran capturado.
Ni siquiera sabía dónde estaba. Bueno, sí. En algún lugar de África austral donde no había de pasarme nada bueno.
TO BE CONTINUED

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