Hubo un tiempo en que
los dioses paseaban entre nosotros y como nosotros tenían defectos, muy feos por
cierto, por lo que Odiseo llegaría a plantarles cara, molesto de que se
inmiscuyeran en los asuntos de los hombres, interviniendo en su favor o en su
contra según sus intereses ladinos. Pero volvamos atrás y recordemos cómo fue
el principio de aquel tinglado.
Todo comenzó con una de
aquellas grandes fiestas que los dioses celebraban en el Olimpo, una boda entre
una diosa y un humano, Tetis y Peleo. Y como en todas las bodas, la lista de
invitados no incluía algunas divinidades consideradas lesivas por su carácter maléfico.
Cuando la maléfica diosa
de la discordia, Eris, familiar del mismo Zeus, supo que le habían dado la
espalda, se presentó muy enojada al evento dispuesta a tirarlo todo por tierra.
Primero maldijo el fruto del matrimonio, que moriría en la guerra y, después,
ofreció como trofeo una manzana dorada a la diosa que fuera más bella.
Esto llevó a la riña a
tres de las invitadas, las tres gracias, que se disputaban el galardón: Hera,
Afrodita y Atenea. Como Zeus no estaba dispuesto a mediar en esta disputa, pues
eran su mujer y dos de sus hijas, decidió poner por juez a un joven mortal que,
según decían, era el más bello humano, el hijo menor del rey de Troya, Paris.
Las tres diosas
trataron de sobornarle: Hera le ofreció poder, Atenea destreza en el manejo de
las armas y Afrodita el amor de la más hermosa mujer de la tierra, la bella
Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta. El joven no pudo resistirse a sus
encantos y cayó enamorado de la mujer, por lo que eligió a la diosa del amor
como la más hermosa, ganándose la enemistad de las otras diosas.
Paris raptó a Helena,
que había caído rendida a los hechizos amorosos de Afrodita, y seguro que
también a alguno de los encantos del troyano. Claro, Menelao estaba muy
enfadado, y con el apoyo de las vengativas diosas Hera y Atenea, reunió a las
tropas griegas para que conquistara Troya y recuperara lo que era suyo. Y así
empezó la larga guerra que Eris había augurado.
Tetis, mientras tanto,
había tenido un hijo que recibió por nombre Aquiles y, para evitar que muriera
en la guerra que llegaría tarde o temprano, le metió en la laguna Estigia, cuyas
aguas producían la inmortalidad. Sin embargo, para meter al bebé en el agua sin
que se escurriera le cogió por el talón, y sólo aquella pequeña parte de su
cuerpo quedó sin el baño inmortal, el talón de Aquiles, que sería a la postre
su perdición.
Aquiles murió, como Héctor,
domador de caballos, y Menelao, también Agamenón y muchos otros. Quedó Odiseo vivo
y harto, enfadado con los dioses por haberles manejado a su antojo, alejándoles
de su hogar donde residía su felicidad. Como castigo, encima, fue condenado a
vagar de isla en isla sin poder regresar durante décadas, como si fuera un
español cualquiera que al encender la televisión viera día tras día lo que
hacen con su vida los políticos. Porque esto, efectivamente, es una historia de
manipulaciones e intrigas, más que de seres virtuosos con poderes legítimos.
Porque al final, la mitología griega sigue siendo una explicación válida para
el mundo que vivimos.
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